Por S.Andy
Antes de que sus ojos se abran, su boca desesperada busca tragar el escaso oxígeno que queda en su habitáculo. Bocanada, tras bocanada, traga agitadamente el asfixiante aire de su encierro. Jadeante, llena pobremente sus voraces pulmones, hasta reanimar el lento ritmo de su aletargado corazón. Aún no es consciente de que el artificioso encanto de su profunda ensoñación se ha roto. Su mente confusa intenta descifrar si esta oscuridad es parte de sus sueños o de la hermética realidad que preparó para anidar.
Desconoce cuánto tiempo ha pasado desde que comenzó con el ritual, el día en que decidió renunciar a su existencia, esperando a que, quizás, la muerte indulgente bese sus labios en el más profundo y plácido sueño.
Llenó de flores cada rincón, rodeó su cama con ellas, para dormir sumido en su fragancia. Escribió una escueta nota en su antiguo diario que no tomaba por años, “La muerte debe ser como la prolongación del más dulce de los sueños”, sentenció en la página en blanco.
Se quitó la ropa frente al espejo, contemplándose por última vez, sonriente, acercando el rostro a su reflejo, humedeciendo la superficie del vidrio con su aliento, emborronando por un instante su imagen, y besó sus labios en señal de despedida. Luego Inhaló profundo desde la ventana, atisbando por última vez el exterior, un paisaje extraño al que sentía ya no pertenecer.
Cerró las ventanas cubriéndolas, hasta bloquear totalmente la entrada de la luz, y cerró así su impenetrable caja de oscuridad, para luego buscar su cama. Engulló tres o cuatro pastillas y apagó su teléfono.
Pasaron los días, como una extensa noche, suspendido en tiempo y espacio, a la deriva en un vacío donde todo desapareció, reincorporándose confuso de vez en cuando, mientras la atmósfera saturada de aroma se volvía lentamente nauseabunda.
A veces, por la ranura de la puerta un hilo de luz se filtra, indicándole que afuera hay un radiante día. En ese momento maldice impotente el instante en que su cuerpo insiste en despertar, regresándolo a la realidad de la que no quiere ser parte. Cuando lo hace por las noches es tolerable, porque todo parece desierto. El silencio nocturno pareciera calmarlo, como si oyera en alguna frecuencia insondable un canto secreto que lo vuelve a dormir, y en esos momentos de incertidumbre en que no sabe si pronto caerá la noche o amanecerá, se siente triunfante por burlar e ignorar el tiempo, por existir ajeno a él, satisfecho de no seguirle el paso.
Odia perder el sentido de sus sueños, odia que el sol irrumpa en ese territorio privado de donde ha sido desterrado, intentando destruir su pequeña fantasía de barbitúricos y oscuridad, increpándole que no puede ocultarse por siempre.
Por inercia, traga unas cuantas píldoras más, fijando sus ojos somnolientos, pero desafiantes, en ese imprudente punto de luz, hasta desvanecerse completamente en su visión velada, cayendo rendido una vez más en este encanto soporífero, que lo transporta a su universo, donde a veces lo sorprenden las presencias de quienes alguna vez amó o deseó, en lugares maravillosos de eternos cielos refulgentes, en los que se desmaterializa para alzar vuelo, donde en el mar se desintegra sumergiéndose, perdiendo toda corporalidad, y donde quizá es más bello al recobrar su forma, para dejarse llevar por algún idilio.
Sus ojos ahora abiertos nada distinguen en las sombras de su voluntario claustro, su agitada respiración es la prueba de que aún pertenece aquí. Es consciente de aún ser real y lo detesta.
Los sonidos del exterior le agobian, a veces son los pájaros, a veces grillos, la lluvia sobre el techo, o el murmullo del viento, todo parece más bello desde el otro lado, desde la profundidad de sus sueños.
Inmóvil desde el colchón, maldice débilmente con los labios resecos, este despertar abrupto que lo hizo olvidar el ensueño del que no quería salir, como si robaran de su mente el más atesorado de sus recuerdos, velando todas sus imágenes, arrancándolo de su propio mundo.
Mantiene la calma y se resigna a este desencanto, porque sabe muy bien cómo volver a escapar.
Su sed y su apetito se han inhibido con los días, su cuerpo se alimenta ahora de sí mismo.
El lento latido de su corazón golpea en su pecho enjuto, retumbando en sus oídos, anegando sus tímpanos. La sangre fluye hormigueante a través de sus adormecidas extremidades, hasta llegar a la punta de sus dedos. El sofocante aire apesta a agua aposada y a flores que llevan tiempo muertas. Insectos alados revolotean sobre su cabeza.
Su vista ya habituada vislumbra nuevamente la pequeña fisura de luz, casi imperceptible, ya no sabe de donde proviene, porque ha perdido la noción del espacio.” La muerte debe ser como la prolongación del más dulce de los sueños”, recuerda, buscando a tientas el frasco de píldoras para volver a empezar, tragando un puñado de ellas, aletargándose a los minutos, para quedar absorto en el punto de luz, con la esperanza de volver rápidamente, a través de esta grieta luminosa, al lugar donde pertenece.
Su cuerpo ahora se rinde, cayendo de pronto en una visión caleidoscópica, como una reluciente telaraña que lo envuelve benevolente. El sueño lo toma, lo acaricia, lo eleva a su irrealidad, donde escapa del mundo y del sol, donde es incorruptible.
En el ya lejano exterior alguien llama a la puerta insistente, llamándole por su nombre repetidas veces. En su estupor su nombre se repite en un eco incansable, que viene en toda dirección. Distintas voces reclaman su atención, entonces, ansioso se lanza al encuentro, respondiendo. Mientras la brisa suavemente atraviesa su entorno, soplandole el rostro, aliviando sus abatidos pulmones con el aroma bendito de las flores ahora frescas.