Por Francisca Cabezas
“Sólo quedan las ganas de llorar
al ver que nuestro amor se aleja
Frente a frente bajamos la mirada
Pues ya no queda nada de que hablar
Nada”
Frente a frente – Jeannette
A una semana del cumpleaños cincuenta de mi mamá, se corrió una cerámica en la pared de la cocina, que dejó en un triángulo desnudo una mancha que se parecía a la cara de mi abuela. Fue ahí cuando supe que sería el último cumpleaños. Después de cuarenta y tres años sin saber nada más de ella, de que desapareciera de la faz de la tierra, o más bien, que la desaparecieran. Mi abuela había aparecido en la mancha de la pared para llevársela. Mi mamá es la personificación completa de la pareidolia, ve caras y formas hasta en la más mínima sombra, nube, mancha o miga de pan. Al parecer es de familia, mi abuela era igual y yo también me encuentro intentando descifrar formas en todo lo que miro.
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Bajamos los tres de la mano a ese sombrío sótano del Nido 16, un centro de detención abandonado. Me desconcertaba la calma y seguridad de mi madre al caminar. Miraba en la luz tenue los rincones de este húmedo lugar y lo reconocía. Aquí vivió un tiempo, nada había cambiado. Ni siquiera los jóvenes grafiteros más valientes se habían atrevido a entrar a esta casa que una vez quisieron quemar con mi madre adentro.
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Suena Jeannette en la radio Imagina y la mirada de mi mamá se pierde. Estábamos hablando sobre algo, el colegio probablemente, ya ni me acuerdo. Su voz se puso más seria, y mirando a la nada me dijo:
–Odio esta canción… Antes no podía ni escucharla, una vez hasta rompí una radio…
Ahora la tolero un poco más, después de harto trabajo, pero sigo odiándola –. Y se puso
a cantar:
–Queda… sólo el silencio
que hace estallar
la noche fría y larga
la noche que no acaba
La quedé mirando sin entender nada, no podía creer que alguna vez mi mamá hubiese roto una radio sólo por escuchar una canción. ¿Qué le podía haber pasado para odiarla tanto? Esa fue la primera vez que me lo contó. Un día de semana cuando yo tenía dieciséis, las dos sentadas en la mesa de la cocina, el mantel blanco con flores celestes, migas de pan que se parecían a nuestras perritas poodle, mi papá que aún no llegaba del trabajo, el té que se enfrió y el pan a medio comer, porque se me olvidó seguir comiendo luego de que mi mamá me contara que mi abuela era comunista, que entraron a la casa gritando por la misma puerta que había entrado con mi uniforme hace un rato, que pillaron los panfletos que escondía en la cocina, la golpearon y la metieron a un auto, que mi madre no se acuerda si mi abuela la tenía abrazada o si fue un hombre quien la metió, que cerró los ojos y lloraba mientras les amarraban las manos, que después les taparon la cabeza con unas telas y el auto empezó a andar.
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Llegamos al lugar, lo supe porque ella miró una silla avejentada y oxidada. La rodeó y se sentó en el suelo, detrás de la silla, poniendo sus piernas por debajo del asiento. Me miró con ojos grandes y vidriosos, se veía tan hermosa con ese vestido verde oscuro, y sus rulitos cortos rojizos cayendo en su frente. Apuntó debajo de la silla, frente a sus pies, y con sus ojos grandes me preguntó si veía a alguien sentado ahí en el suelo, le dije que no, que no había nadie, pero yo sabía que se veía a sí misma pequeña, escondida bajo esa silla con las manos tapándose las orejas. Se me pararon los pelos.
Estudié cine y para mi prueba final quise hacer un documental sobre mi madre. Ella accedió a darme una entrevista sobre su infancia en el centro de detención, pero con la condición que debía ser en ese extraño sótano. Mis compañeros pusieron las cámaras, las luces y los micrófonos a regañadientes, no se podía tener una buena visión de mi madre
sentada así. Con mi padre tomábamos las manos de esta bella mujer sentada en el suelo, bajo la silla oxidada. Le pregunté si estaba segura, le dije que si en cualquier momento se sentía incómoda podíamos parar, podíamos irnos, que no se preocupara, pero ella parecía ya no escucharme, asentía y miraba al vacío con ojos negros llorosos.
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Paró el auto. Con insultos las bajaron y las entraron a una casa. Ya no sabía dónde estaba su mamá. La metieron en una pieza, y veía unas siluetas negras a través de la tela. Un hombre viejo le dijo susurrando que se sentara con él, al lado de su hijo, que estuviera tranquila, que si quería llorar lo hiciera despacito o podía venir el hombre malo. A lo lejos se escuchaba música muy fuerte… Jeannette, Palmenia Pizarro, y los gritos de una mujer, una voz que se parecía mucho a la de su mamá, pero que no podía ser, nunca la había escuchado así.
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Comenzamos la grabación y se puso a hablar sobre la dictadura de Pinochet, de los milicos, de la DINA, de cómo la llevaron con su mamá a este edificio, de cómo ella sentía los gritos de mi abuela, de cómo se hizo amiga de otros niños que habían sido arrastrados a ese infierno con sus padres, de cómo se escabulleron una vez a ese sótano por un hoyo en la pared y habían visto a su madre y que no entendía nada. ¿Por qué la mamá tiene sangre? ¿De quién será? ¿Por qué no tiene ropa si hace frío? ¿Por qué ese señor le pega? ¿Se habrá portado mal? ¿Qué está haciendo con ese ratón?
Vio los ojos perdidos de su mamá pasar por su cara, sin reconocerla. ¿Habrá pensado que era una mancha en la pared que se parecía a ella?
Un grito agudo, abismal, de niña, nos hace saltar a todos menos a mi madre. No sabemos de
dónde viene, ella sigue hablando como si nada. He escuchado esta historia tantas veces, pero
ahora suena distinta… ¿Será ella? ¿Será que estamos en este lugar? ¿Será que ahora es más
real que nunca?
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Un día ya no escuchó los gritos de su mamá, ya no escuchó más gritos. Durante la noche había sentido el golpe sordo de las puertas de los autos al cerrar, el arranque de motores y los neumáticos de más autos de lo normal. Después de un tiempo encerrada se había hecho experta en reconocer los ruidos de la casa.
Fue la primera noche sin música, sin gritos, ya casi se había olvidado lo que era dormir profundamente. En la mañana les despertó uno de los hombres malos, les hablaba alterado pero con voz baja, les dijo que tenían que escapar rápido, les sacó las amarras y las telas que les cubrían la cabeza, les dijo por dónde salir, que no podían hacer ni un ruido, que no podían dejar que los vieran y que tenían que irse ahora, porque iban a quemar la casa. Ella miró a todos lados y no
encontró a su mamá, se imaginó que debía estar afuera con los adultos, porque ahí quedaban sólo sus amigos. Corrieron los tres de la manito, agachados, salieron entre los barrotes de la reja hacia la calle y mirando a todos lados no encontraron a sus padres. Uno de ellos, el mayor, los tironeó hacia una casa vecina, y se escondieron en el patio mientras pasaban los autos con esos ruidos tan familiares.
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La escucho hablar y el volumen de su voz va bajando cada vez más, le digo mirándola a los ojos que no la escucho bien, que hable más fuerte, y me sobresalto un poco cuando escucho a mi padre decir con ojos perdidos y voz robótica –Es porque ya no está con nosotros –. Lo miro con horror. Cuando vuelvo la mirada a mi madre, sus muñecas estaban cortadas, la sangre formaba una mancha negra cada vez más grande, y seguía escuchando el hilo de su voz, pero ya no estaba al lado mío, venía de otro lugar.