Por Andrea Salazar
A los 30 años supe que mi bisabuela se suicidó.
En las noches de angustia fantaseo con la forma en que lo hizo.
¿Llenó de piedras sus bolsillos como Virginia?
¿Metió su cabeza dentro del horno como Silvia?
O quizás fue hasta el fondo y nada más como Alejandra.
Un disparo ardiente en la sien a lo Violeta,
un liberador salto al vacío,
un corte en las venas y la sangre saliendo a borbotones.
Me tira la carne, pero me inclino por la cuerda.
Imagino sus pies colgando moviéndose al son del viento,
con la sensación de alivio de quien busca la muerte y la encuentra.
¿Qué pensó justo antes de morir?, eso nunca me lo pregunté.
No pregunto las razones del deseo suicida, las siento.
Me miro al espejo, es la primera vez que lo hago en un sueño.
Mi piel se funde con todos los rostros de las mujeres que he amado.
Si murió hace años ¿por qué recién la estamos sepultando ahora?
Interpelo a mis ancestras entre cirios y crisantemos.
“Vivimos en la negación y en ella moriremos”,
me responden cantando al unísono.
En mis brazos veo bordados y no cicatrices.
¿Qué significa una costura para ti, Stella?
“mujeres, cuidado, feminidad”.
Siempre en la frontera del estereotipo, me recrimino.
Camino peleando conmigo misma con las hebras colgando:
hebra-rabia,
hebra-deuda,
hebra-pena.
Nunca entendí la demencia senil hasta ahora.
La carne no se pudre solo con el paso del tiempo.
Es el horror y la belleza enredadas en un solo espiral,
son los miedos y la euforia aleteando en la garganta,
son los duelos, son tus labios y tu no callar.
Es descubrir que la nieve también quema;
es voluntariamente dejar de hablar.
Es mi amiga preguntando a los siete años si Jesús también era un detenido desaparecido.
Es llevar juguetes y flores, todos los domingos, al Cementerio General.
Pero lo hermoso también confunde.
En una sola trenza el pacífico, sus caracolas y la sal.
el calor de las cuerpas en revuelta,
mis amigas, una barricada y la luna;
la cordillera, siempre la cordillera;
nosotras;
una herida sin suturar,
tú.