Por Angélica Geisse
I. Reflejo celeste
La noche estaba negra, no había luna, no había estrellas y no había nubes, pero las miles de pequeñas olas azul ultramar destellaban como pinceladas blancas. No sabía cómo se iluminaban ¿de dónde salía la luz?
Las casas aledañas estaban a oscuras, porque no había gente, en las calles no se prendía el alumbrado, porque no había pueblo y en la cabaña sólo habían velas que con suerte prendían por la humedad o se apagaban rápidamente con el viento.
Las olas esparcidas aunque eran pequeñas se veían estruendosas y saladas, no se escuchaba la música, apenas se percibía su voz, pero los reflejos de la marea dejaban distinguir tenuemente como sus cejas dibujaban expresiones al hablar.
¿Por qué se iluminan las olas -le preguntó- si no hay luna?
No sé -dijo mientras sus cejas se arqueaban-, quizás ahora el mar es el cielo, los brillos de las olas son las estrellas y la luna saldrá del mar. O quizás sólo estamos al revés y no nos dimos cuenta.
II. Sueño húmedo
Prendí la ducha y aunque el agua no me quemaba salía más vapor de lo normal. A los pocos minutos el espejo estaba empañado y las paredes sudaban. El agua que salía de los pequeños huecos parecía ir en reversa, se devolvía para convertirse en partículas de vapor. El olor a jabón de glicerina se transformó en aroma a bosque de eucaliptus, sentí mis pulmones más despejados que nunca. Las bocinas de los autos y ruidos de motores se disiparon y los pocos pájaros que se escuchaban cantaban cada vez más fuerte.
Abrí la puerta del baño y el vapor invadió todo el departamento, llegué a la cocina cruzando la niebla del pasillo y cuando abrí la llave del lavaplatos comprobé que mi sospecha era real, no salía agua, solo salía una neblina diáfana y tibia. Bajé las cortinas del living porque los vecinos de enfrente no entenderían lo que pasaba, yo tampoco sabía, pero se sentía bien.
Miré las plantas y a pesar de que me costaba ver, noté que se erguían como nunca antes, el helecho estaba frondoso y sus hojas más firmes, el gomero parecía haber crecido unos cinco centímetros en un minuto y las hojas parecían de un plástico fluorescente, la pepperonia acumulaba tanta agua que pronto se convertiría en una pequeña cascada y las tres ramas del manto de eva estaban rectas. Ya casi no podía distinguir nada pero cuando lograba enfocar veía como una llovizna caía del techo formando un pequeño riachuelo al borde del sillón. Por un minuto pensé que me ahogaría, pero el olor a tierra húmeda me tranquilizaba y hacía que mi respiración se calmara.
Me recosté sobre el sillón envuelta por la toalla tocando el tibio arroyo con la punta de los dedos del pie derecho, no me quería quedar dormida pero estaba muy relajada y los párpados se me cerraban solos. Acerqué mi brazo para poder enfocarlo y pude ver como de cada poro emanaba una gota de sudor. Sentía que de mi frente caían lágrimas que brotaban del cuero cabelludo. Ya no podía ver casi nada. Las plantas ahora eran manchas en tonos verdes grisáceos esfumadas como pintura al óleo. Minutos más tarde ya habitaba el interior de una masa gaseosa, liviana, tibia y borrosa. Ya no había sillón, no habían plantas, no habían paredes, no había techo, no había suelo. Ya ni siquiera veía mis ojos. Ya no encontraba mis brazos ni mis manos, no tenía piernas, no había toalla, no había sudor.
No había nada.
Me convertí en una nube.