Por Patricia Chuquiano
I
Es martes y hay una llamada de alerta sobre la proximidad de una partida. No hay tiempo para nuevos planes, sino para emprender un recorrido hacia el ciclo final de la expectativa de un adiós. La llegada al espacio de su memoria da tiempo para pensar en lo que se viene. ¿En el dolor agonizante de una persona amada? o ¿en seguir recreando la víspera de una despedida que nunca se concreta?
Una mirada en el límite de su dormitorio otorga una pausa para la duda, la pena y la espera. Su respiración es lenta, intermitente, como un viaje que avisa, pero que aún no embarca. Del otro lado, tras la luna imaginaria ya no queda más esperanza, sino la derrota de solo poder esperar la despedida de sus alientos.
Se está yendo, pero aun así se mantiene el ritmo de los días anteriores. Inicia cada ciclo con la rutina de la bienvenida, pero se trasluce en cada acción el aviso de un largo adiós. Esta vez, las palabras van desapareciendo y en su mirada constante hay un lenguaje que habla sobre el paso de una vida, los anhelos de una vejez tardía y de un cierre de ciclo inesperado.
Minutos después, los bailes de su respiración se detuvieron para embellecer su dolor con la ternura de un rostro lleno de una calma ausente. El caos empieza en un embarque que ya partió y la expectativa se concreta en la nostalgia de una vida reflejada.
II
Un dormitorio vacío confronta el destello de la nostalgia sobre las texturas de su ausencia. Simultáneamente, el viento impulsa un cerrar y abrir de puertas tras la huella de una visita agendada por la costumbre. El polvo empieza a acomodarse por encima de sus sábanas ya frías y va delineando elementos transparentes en donde la memoria planea asentarse.
Es miércoles y el desayuno será café y pena. Una conversación sin sentido y un recorrido cíclico sobre el imaginario de una última respiración. Los pendientes para un rito fúnebre no dan tiempo para una conversación tardía y más bien inauguran un cotidiano en donde la rumiación será parte de la rutina.
Como una cueva, la luz entra fragmentada a su dormitorio, pero ya es libre, no hay mirada que la someta a la esperanza de un renacer. Ahora es dura, seca, convencional e instantánea, rebota sobre su cortina y mira con indiferencia el espacio desahuciado que acompañó durante meses.
III
La evocación parece acostumbrar el vacío en el cotidiano reteniendo aún el hedor de una agonía que quiere ser olvidada. Hay poco tiempo para cambios y mucho tiempo para regresiones. Los días casi ni se perciben y las noches envuelven el fragor de una fiesta lejana.
Al costado de la cueva no hay miedo solo hay ganas de dormir. Al fin el cansancio convierte lo cotidiano en un espacio vacío, sin imágenes, solo con un camino flotante. Se siente la libertad en una oscuridad desagregada del temor. La ruta es constante, pero antes de llegar a la siguiente puerta se despiertan los miedos de la infancia.
Un ente del pasado espera, es alto, delgado, con la piel aferrada a los huesos. Su rostro guarda la última mirada agónica de los que ya no están. Parece inmóvil, pero al sentir la presencia extraña que visita su dimensión, voltea la mirada. Pronto, un hilo entre las sábanas fuerza el camino de regreso.
IV
Desde el exterior las migajas de luz parecen invadir la sala de cuerpos flotantes. Ya no hay nadie, pero quedan los retratos de varias idas sobre los aparadores oxidados. Tras la guardia del ente, los rostros sin fluidos confabulan para crear pesadillas. Hay celebraciones, hay despedidas y también hay un cuerpo enfermo que hace vigilia para no ser olvidado.
Está detrás del peso ligero de multitudes que exhiben los vínculos fallidos, pero que vuelve a inhalar, aunque le cueste y en su último respiro sostiene una mirada gélida impregnando la culpa de su agonía.
Sus memorias se regocijan en el polvo anterior al duelo y disfrutan siendo parte de las ensoñaciones. Ocupan un peso en las marcas del sillón abandonado, en el ruido de la televisión en desuso y en una foto familiar con aires de una muerte soterrada.
V
Su dormitorio empieza a fragmentarse, lo atraviesa un reinicio de ciclo con una piel que procura recordar desde el movimiento. Las sombras de sus objetos se preparan para un viaje sin retorno, la energía flota y su recorrido pronto deja espacio al cese de su memoria.
La cama es desechada y es perseguida por los gemidos de sus últimas agonías, sobre su ausencia reposan nuevas huellas, ansiosas de construir estructuras que cubran los espíritus del pasado.
Tras la puerta ya se pueden ver los destellos rebotando en los cuerpos sin memoria, su ingratitud olvida los anclajes, para emancipar la culpa y enrumbar nuevos recorridos.